sábado, 1 de diciembre de 2012

Eduardo


Eduardo nació un día de 1993 que no pasará a la historia por ser el más caluroso ni el más frío del año. Como todas las personas, no recuerda prácticamente nada del día en el que nació, pero podemos suponer que por entonces era feliz. 

¿Su primer recuerdo? No lo recuerda exactamente. Tengo la sensación de que los recuerdos de la infancia están desorganizados, como si alguien hubiese cogido un montón de fotografías y las hubiese desperdigado por el suelo, sin poder saber cuál de ellas es anterior o posterior. Pero, si le apremio a recordar, dice que su primer recuerdo es un hospital. Por entonces ya tendría 4 o 5 años. Un hospital al que su madre le llevaba para que asistiese a unas revisiones periódicas que, desde su nacimiento, había acostumbrado a hacer. ¡Un momento!, se me olvidaba algo, mi amigo nació con una parálisis facial, dato excesivamente relativo en el desarrollo de esta historia; de su vida.

La parálisis facial que sufría mi amigo Eduardo afectaba a la parte izquierda de su cara, aunque sólo se apreciaba significativamente en la boca. Esa boca. Una boca (y usaré el término que solían utilizar los compañeros de Eduardo para referirse a ella) torcida. No era una boca normal, desde luego, teniendo por normal una boca que nos sufriese ninguna degeneración del nervio.

Y, después de ese primer recuerdo, me dijo que no tenía muchos más de su infancia. Me dijo que, posiblemente, no haya merecido la pena recordarlos. Si que me contó cómo fueron sus primeros años en el colegio. Me dijo que era un niño muy sociable y alegre; un niño gracioso. Aunque también me dijo que no sabía si lo consideraban gracioso por su forma de ser o si lo hacían por cómo era, es decir, por su pequeña circunstancia particular.

También me contó que, algunas veces, antes de ir a la escuela, se encerraba en el baño y se miraba detenidamente es un espejo que había detrás de la puerta. Se miraba buscándose la mirada en el reflejo; buscando respuestas. Buscando, quizá, razones. No llegaban respuestas; ni mucho menos razones. Me dijo que solía llorar a menudo. 

Algunos alumnos de su escuela, algo mayores que él, le solían llamar "Zombie". Imaginad cómo debería sentirse Eduardo, tan sólo tenía 5 o 6 años por entonces. Zombie... Me dan ganas de llorar, aunque ya no sirva de nada.

Y luego creció, con el tiempo, y maduró con un poco de prisa, porque, según me dijo, el mundo le había empezado a doler demasiado pronto. Necesitaba leer rápido algunos capítulos de su infancia y cicatrizar las heridas. Ahora, muchos años después de aquello, mirando el pasado con perspectiva, dice que no debió permitir que aquella situación le afectase tanto. Y con "aquella situación" me refiero a las burlas, a las inseguridades o al rechazo que sentía por sí mismo. Los niños pueden llegar a ser muy crueles y, además, demasiado ingenuos. No es una buena combinación.

Cuando terminó los estudios en Primaria, le tocó vivir una adolescencia demasiado fuera de lugar. Fue en aquella etapa de la vida de todo ser humano en la que experimentó, por primera vez, la necesidad de encontrar a alguna persona especial en su vida. Alguien que pudiese completarle. Bueno, en realidad, lo que sentía no era tan claro ni, mucho menos, tan profundo. Pero fue entonces cuando el amor llamó timidamente a su puerta y él decidió dejarlo entrar. 

Pero, por desgracia, ¿quién iba a quererle a él, a alguien con una parálisis facial? Si anteriormente he dicho que los niños pueden ser crueles; los adolescentes también pueden serlo. Y mucho. Al parecer, el guionista de la vida de Eduardo no sabía escribir escenas con finales felices; ni siquiera buenos comienzos. 

Terminó perdiendo la esperanza en las personas. Y, el amor, que dormía en su cama casi todos los días, termino pareciéndole una compañía no apta para su vida; para su estabilidad emocional. El amor, vaya, la verdad es que puede llegar a ser muy hijo de puta. Así que, aunque no pudo echarlo de su casa, dejó de dirigirle la palabra.

Y, volviendo a su parálisis facial, con los años fue mitigando el impacto visual de esta. Es decir, con el tiempo Eduardo ya no parecía que tuviese media boca paralizada, sino que, simplemente, tuviese una forma un tanto rara de bocalizar. Bueno, o al menos esa es la conclusión a la que llegaba cuando se miraba en el espejo a encontrar respuestas o razones.

Ya han pasado algunos años. Eduardo sobrevive como puede; sin saber muy bien qué es la vida. Quizá os alegre saber que ha tenido algunas relaciones, pero nada destacable. Aunque la parálisis facial ya no condicione su vida tanto como lo hacía en sus primeros años, sin duda, la parálisis facial ha condicionado su estilo de vida; su perspectiva del mundo, tan pesimista y desesperanzada. 

Llegó demasiado tarde a la felicidad, por desgracia. Y se quedó en la estación, anclado en un bucle de no saber exactamente cuál sería el siguiente paso que daría. Sin saber exactamente cuándo pasaría el próximo tren. Pero, en fin, hace tiempo que perdió las prisas. Hace tiempo que la esperanza le abandona de vez en cuando y le pone los cuernos. Se ha acostumbrado a las horas bajas, ya nada le importa lo suficiente. Aunque, me dice, no se siente como una causa perdida. Me dice que siente que, en él, hay algo increíblemente hermoso. Y la verdad es que tiene algo, tras esa mirada seria y esos ojos verdes. Tiene algo que te hace sonreír. Es una sensación extraña. Puede que me esté enamorando. 



2 comentarios:

  1. Impresionante, no tengo más palabras para describirlo. ¿Puedo preguntar si es una experiencia personal? ¿O es fruto de tu imaginación?

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  2. Sencillamente precioso. Me he encontrado con tu blog por casualidad (dale los méritos a Twitter), y te digo desde ya que me quedo. Me ha encantado la historia de Eduardo. Muy triste y pesimista al principio, pero con un final esperanzador. Espero que al final ese "Puede que me esté enamorando" sea un "Me ha enamorado". Eduardo se lo merece :)

    ¡Un abrazo!

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