viernes, 30 de marzo de 2012

Habitación en penumbra


Cierra los ojos. 

Tiene un rostro perfecto. Vale, diréis que no existe nada perfecto, pero ella es la excepción que confirma la regla. Estoy enamorado y creo que en el amor no hay nada escrito. Sus labios tientan el vértice de besarla. No está muy lejos, puedo inclinarme hacia el vértigo de perderme en el roce de su boca. No lo hago. Ese momento, es tan quieto. Ese momento tiene la magia de quedarnos en silencio, tanto tiempo como duremos sin tener la necesidad de romper distancias y abrazarnos. Por ahora, aguantamos. 

Mientras la observo, pierdo la noción del tiempo. Mientras la observo, no existe más que la noción de que la quiero mucho. Mi corazón y sus latidos son los instrumentos de medida más certeros. Los puedo escuchar golpeando mi pecho. Podría bailarle a ese compás todas las caricias habidas y por haber. No lo hago. Ese momento, es tan quieto.

En la oscuridad donde nos encontramos nos vemos mejor por dentro. Nos escuchamos mejor los silencios. Hay una paz extraña impregnando la habitación. La misma habitación donde no existe más que lo que traemos dentro: las ganas de mecernos bajo la suave brisa de nuestras respiraciones. No hay problemas en estos metros, sólo el deseo de encontrarnos, entendernos, amarnos. Amarnos... es el verbo perfecto. 

Abre los ojos. Tiene un extraño brillo vistiendo su mirada. Me quedo hipnotizado durante unos segundos, pasan algunos años en ese momento. Ese momento, es tan quieto. Y, en esa quietud, nos hemos movido tanto. Me inclino hacia ella. Voy a saltar hacia la adrenalina de tocarla. Siento el fuego de la necesidad. 

Cierro los ojos. Tiene un beso perfecto. 


domingo, 11 de marzo de 2012

El amor ni se crea ni se destruye, sólo se transforma


Había ceniza en su mirada. Iba a llorar y se le secaron las lágrimas en el borde del orgullo. No es agradable llorar por causas perdidas. Han pasado algunos años. Dos años. Y en el recuerdo no han pasado ni segundos, porque los recuerdos viven congelados. Son fotografías de la mente. 

Había guardado el secreto demasiado tiempo. Los secretos son gritos que callamos. A veces duelen, otras veces, también duelen. Guardé el secreto porque tenía miedo. Siempre el miedo. El miedo de gritar y que nadie escuche. Sólo quería que escuchase ella. ¿Y si el grito fuese a sus oídos un sonido indiferente? No hay nada más duro que el diamante de la indiferencia. Nada más duro que la roca en la que se convierten los corazones que han sufrido hasta  perder la capacidad de sentir el mundo.

Había guardado el secreto demasiado tiempo, pero ya no era un secreto. Otros habían gritado por mí, lo que era mío. Y, de un día para otro, me encontré medio desnudo, medio herido por haber sido víctima de la amputación de algo que, considero, hace al humano libre: el poder de la decisión. Otros decidieron por mí y, tan frágil, tan ausente, mi secreto ya no es de nadie. Sólo del viento.

No hace mucho, me contaron lo sucedido. Era una de las últimas noches de febrero. Han pasado dos años y, tan lejos, recuperé aquel pasado en segundos. El pasado de haberme enamorado de un encuentro de perfecciones. Un encuentro de perfecciones encarnadas en un cuerpo.  

Si es cierto que todo ha cambiado. Que ya no hay música en ese recuerdo. Han despojado de encanto al hechizo de sus ojos, y ese amor que me latía, se ha apagado. No es triste, es cambio. El mundo gira y giramos, en el frenesí de madurar, de olvidar. No, no olvidamos. Pero, sin olvidar, los recuerdos, con el tiempo, se convierten en fragmentos apagados de aquel brillo en el que nacieron. El amor ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. 


jueves, 1 de marzo de 2012

Only the lonely


Ya no está. Se fue entre las dudas de decirle que se quedase para siempre o decirle un silencio de despedida. El silencio era el orgullo. Y venció. Y ahora estoy solo. Aquí, entre tanto frío de soledad. No me acostumbro a la escasez de su calor. Los abrazos. Los besos. Ahora sólo queda la necesidad insatisfecha.

He pensado en correr hacia ella. Encontrarla. Rescatarla. Gritarle las verdades que se me quedaron en la punta de la lengua. Sinceramente, la quiero. La quiero mucho pero... ¡pero! ¡ese es el problema! ¿puede haber verdadero amor en la condición? 

He llorado tanto. Llorar hace que me de cuenta de cuánto significaba para mí. Había algo cuando la miraba. Había algo cuando pensaba en ella. Cuando contaba los minutos que faltaban para vernos. Cuando, hipnotizado, dormía viéndola dormir. Ella era tan hermosa. Dios. Ojalá pudiese rescataros su rostro. Y su mente. Y su forma de enamorarme. 

Tengo que pasar página. El tiempo no va a permitirse el lujo de esperar a que me decida. Yo estoy en una estación, esperando un tren. Quiero ir lejos. ¿Podré avanzar sin mirar atrás? No puedo mirar atrás. No puedo recaer en el alcoholismo de sus besos, porque ya no están. Sólo quedan botellas vacías. Cicatrices difusas. La exageración de la pérdida. Como ya no la tengo, la necesito mucho más. Siempre es así. No sabes lo que tienes hasta que lo has perdido.

Tan distraído fingiendo indiferencia. No me gustaba desnudarme en sentimientos para ella. Ni para nadie. Me gustaba ser el caparazón de la razón. Del corazón. Disfrutaba siendo la punta del iceberg que oculta, bajo el agua, la mayor parte de su existencia. ¿Las cosas hubiesen cambiado si hubiésemos vivido bajo la superficie? ¿las cosas hubiesen cambiado si le hubiese dicho todos los besos que nunca le dije? Fui mi propio verdugo.